“El hermoso viaje de hoy solo puede comenzar cuando aprendemos a abandonar el ayer”. Steve Maraboli.
“El tiempo no cura el dolor emocional, debes aprender a dejarlo ir”. Roy T. Bennett.
En mi adultez tres fechas (en el mismo año: 2019) han cargado mi vida emocional y los tengo, al menor detalle muy vívidos: 30 de mayo, 3 de junio y 16 de julio.
Fue el 30 de mayo, cerca de las 2:30 la tarde, cuando mi esposo se puso mal. Pareció inicialmente una trivialidad, se atoró con su comida y empezó a tener dificultades para respirar. Llamé de urgencia a mi hijo mayor y, apenas llegó, partimos hacia al Hospital Rebagliati. Lucho (mi esposo) venía ya padeciendo desde hacía dos años de una enfermedad que al comienzo pareció leve. Pasó por diferentes especialistas hasta que se dio con el origen del mal: la miastenia. Al principio, dados los leves síntomas, todos pensamos que se curaría pronto, que se recuperaría. No obstante, el médico tratante nos hizo volver tristemente a la realidad: la enfermedad ―nos dijo― era neurodegenerativa e irreversible. Nos advirtió que debíamos estar pendientes y preparados ante una posible crisis que podía ser inmediata o a largo plazo. Mi esposo se aferró a la vida. Decidió, tomando todas las precauciones, seguir con las actividades laborales que más le llenaban y disfrutaba: terminar su libro y enseñar en la universidad. Él ya era jubilado y contra la voluntad de todos nosotros (le habíamos rogado que ya no trabajara, pues el cansancio favorecía al mal) cuando lo convocaron en la universidad para un nuevo año académico como Profesor Extraordinario, aceptó feliz. Quién diría que tres meses después…
Habitualmente sus cumpleaños, el 3 de junio, lo celebrábamos con los amigos y familiares más cercanos, en una reunión amena e íntima. Por cosas de la vida o cierto “aviso premonitorio” un año antes, su sobrino y ahijado quien lo amaba como un padre lo sorprendió en su cumpleaños con la serenata de la Tuna (Universidad Nacional de Ingeniería, UNI, su alma mater). Esa noche cantó con la Tuna, bailó, fue un jolgorio general, como nunca. Jamás intuimos que sería su último cumpleaños. El 3 de junio del 2019 estaba ya él en cuidados intensivos, inconsciente y entubado… Afuera del hospital, aquella vez, sus hermanos estaban expectantes, muy tristes, por no poder verlo o saludarlo como hubieran querido.
Él amaba el fútbol, entrenó un equipito de fútbol con muchísimos niños, llegó a graduarse en la primera promoción de la Escuela de entrenadores profesionales del Perú todo por puro cariño a sus hijos, a los chicos a los que entrenaba y gusto por ese deporte. Y ese gusto lo pudo disfrutar en el hospital cuando logró recuperarse ligeramente. Allí, postrado, pudo ver la final de la Copa América entre Perú y Brasil. Mi hijo mayor le puso el partido y logró que su padre viese todo el encuentro a pesar de que el tiempo de visita era solo de una hora.
Su mejoría lenta pero segura fue una alegría para todos. Una tarde, de sorpresa, lo trasladaron de la UCI a la Sala de Recuperación. Hasta nos dieron una fecha de alta para que volviese ya a casa. Todos estábamos contentos.
Fue un martes, recuerdo. Mi hijo mayor lo vio pasado el medio día. Conversaron y hasta rieron porque lograron descifrar una palabra confusa en una pizarra. A las seis llegamos mi hijo menor su esposa y yo. Le arreglamos, le acompañamos. También se comunicó con nosotros y entendimos que deseaba que se acercase Manuel (un viejo amigo del colegio al que quería mucho). Le animamos, al día siguiente él ya regresaba a casa por la mañana. No supimos hasta días después que su amigo, Manuel, aquél a quien él llamaba, se había acercado poco después de que nos habíamos marchado.
Esa noche, ese martes del 16 de julio, estaba yo en casa con mi hijo mayor viendo los detalles para el día siguiente, cuando timbró el teléfono.
Mi hijo atendió la llamada y yo en la otra extensión.
Al colgar, él solo podía decir que debía de haber un error, una confusión. Apretaba los dientes, parpadeaba, trataba de no llorar para tranquilizarme. Me abrazó y salió de inmediato a su casa y regreso con mi nieto mayor. Te quedas con la abuelita, le dijo llamó a su hermano, mi hijo más pequeño, y partió.
En esa noche oscura, fría, sentí la voz adolescente de mi nieto que con tono adulto, muy antiguo, como si fuese de Lucho, me pedía calma, tranquila, abuelita.
Mis hijos se encontraron en el Hospital. Llamaron a su hermano en Londres (que había venido durante un mes, todo junio, para acompañarme a mí y a su padre) y él desesperaba por conseguir vuelo para estar con nosotros en ese instante.
La mañana siguiente, el miércoles, día con un sol curioso de julio, empezamos a velar a Lucho.
La vida nos deja como “lapidados” en el cerebro ciertos hechos, imágenes de momentos compartidos, nostalgias puntuales y uno se aferra inconscientemente a los recuerdos acumulados de quien ha partido. Vivir, en ocasiones, es cortar lazos. Dejar nuestras manos vacías de lo que solo ayer nos llenó de alegrías y esperanzas, es doloroso. De alguna manera somos hoy todo lo que dejamos en el pasado para configurar un presente concreto, auténtico aunque ello conlleve sufrimiento. Debemos asumirlo porque así estaremos prevenidos para afrontar esos momentos. De otro modo, estaríamos “apegados” con mirada siempre en retrospectiva a lo que ya no puede ser.
El amor es el que mayor sufrimiento nos ocasiona, aceptar que duele es la mejor manera de sanar pues el dolor con el tiempo será menor e irá pasando. Y el tiempo le hace entender a uno que “dejar ir” no es un signo de olvido ni de darse por vencido, sino de fortaleza porque aunque duela “dejarlo ir”, debemos comprender que el asirse a personas o sucesos del pasado, nos mantendrá “atrapados” sin salida. Emocionalmente no es sano porque no nos permite crecer, nos ata a los recuerdos, y quedaremos estancados sin poder avanzar. Afecta no solo al que lo sufre sino también a los familiares del entorno preocupados por uno; también a los que todavía son dependientes de nosotros, como los hijos pequeños por ejemplo.
Dejar ir forma parte de la vida por lo mismo, es necesario asumir el pasado como una experiencia enriquecedora y que de alguna manera nos definía… No obstante, ahora, es tiempo de buscar nuestro propio camino, desolador al principio porque ya nunca más será compartido como antaño, por lo mismo, será un comienzo difícil. Pero tenemos que aceptar con valentía el nuevo reto. Lo que nos obliga a un autoconocimiento, por ende, reconocer hasta dónde llegan nuestros límites y descubrir qué es lo que realmente queremos.
“Buscar nuestro propio camino” implica liberarnos, soltar el pasado, rescatar que lo vivido, tesoro preciado, nos enriqueció por dentro; por lo mismo, nos permitirá tomar el camino más adecuado y avanzar hacia el nuevo mañana con más equilibrio y madurez. Porque al final, dejar ir, también es dejarse ir, para nunca jamás estar solos.