Recordando a pá’ Lucho.

 “Nunca quise un príncipe azul, siempre soñé con un guerrero como tú con quien lucháramos juntos por la vida y por nuestros sueños”.

Te conocí una mañana de un sábado de 1963 cuando era mi último año de secundaria y tú te preparabas para ingresar a la UNI. Éramos entonces un grupo de estudiantes, unos de colegio y otros preuniversitarios, alborotados por la novedad de nuestra primera salida compartida.  Cuando los amigos fueron a tu encuentro, te acercaste para disculparte porque no podías acompañarnos ya que ese día operaban a tu madre. Además, te permitirían ver toda la operación pues era tu tío, eminente cirujano, quien la operaría.

Tu rostro serio, preocupado, dolido por las circunstancias difíciles del momento, fue uno de los primeros detalles en que entonces reparé.  Desde aquella primera vez, pocas veces tuvimos oportunidad de vernos y, si hubo algún encuentro, fue esporádico y siempre en grupo pues no éramos amigos. A diferencia de los otros muchachos, palomillas, bromistas, abiertos, comunicativos; tú eras distinto, más serio, reservado, algo tímido y abocado por entero a los estudios. Algunos de tus compañeros reconocían tu liderazgo pues eras el “genio” del grupo (no solo por las notas obtenidas en la academia, sino por la facilidad de resolver los problemas matemáticos) que se presentaría al igual que ellos a la facultad de Ingeniería Mecánica (la más “tranca” según decían) de la Universidad Nacional de Ingeniería.

Por esas cosas raras de la vida, tú y yo empezamos a tener un mayor trato cuando el grupo de entonces se desintegró – aunque no del todo- por el hecho de estudiar en distintas universidades, distintas carreras, afinidades… Disfrutábamos con los amigos de esa etapa de la conversa compartida, bromas, juegos de mesa etc. Recuerdo una donde nos dejaste “mudos” por tu veloz razonamiento matemático en un truco con casino que me habían enseñado, y a la sazón yo lo repetía mecánicamente, sin mayores ambiciones de descubrir dónde radicaba el secreto. Pero a ti mi querido Lucho, nunca se te escapaba una. Eras bastante agudo en tus observaciones, buscabas el meollo del asunto y ¡vaya que si los  descubrías! En verdad, nos sorprendías. Tenías una facilidad de concatenar hechos, buscar causas, formatear esquemas en un tris tras.

Debo reconocer que eras algo orgulloso pero sencillo. Sencillo y digno, entendiendo dignidad como el respeto hacia uno mismo y ganarse el respeto de los otros. Sencillez en ti no implicaba necesariamente humildad, ni el ser manejado o faltado por otros. Jamás. Nunca bajaste la cabeza ni ante los que tenían el poder. Sabías imponer tu punto de vista con fundamento y se respetaba tu palabra. Y había gente que te reconocía sin mezquindad, te ganabas incluso su admiración y cariño. Eso era la otra cualidad admirable. Sencillo pero no jactancioso como otros que apenas saben alguna que otra cosa pequeña y se creen “descubridores de la pólvora”.

Transcurrido los años, ya casados, tu amor fue un hermoso regalo que cada día me permitía descubrir nuevas facetas que serían largo de enumerar. Como toda pareja que comienza una etapa nueva nos adaptamos gradualmente uno al otro. Y lo que aprendimos fue rescatar lo mejor del uno y del otro e incorporarlo a nuestras vidas.  Fue lo que llevó a buen puerto nuestra unión pues fuimos eternos enamorados. Aprendimos a conversar las cosas, discutirlas para de común acuerdo, tomar una decisión. Reinó el amor sí, pero con respeto del tiempo ajeno. Tratamos de ser equitativos para no “cargar” solo al otro, que eso no es cariño sino abuso de la bondad ajena. He tenido defectos y los tengo pues no soy perfecta, pero ¡cuántas cosas bonitas aprendí de ti! Y nos la decíamos ambos con honestidad, sin herirnos, reflexionando, pensando. Tenías la delicadeza de decírmelo con paciencia, tino y apelando al razonamiento. Efectivamente, cuando hay verdadero cariño, uno cambia. No por él ni por ella, sino porque uno repara que la observación es justa y razonable. Vivo agradecida porque tu amor fue el mejor regalo que la vida me otorgó.

Guardo en la memoria infinidad de recuerdos, no obstante, anoto solo algunas a modo de semblanza:

Cuando nos regresábamos definitivamente del Cusco hacia Lima, después de una estadía de casi tres años, ¿recuerdas? Por ese entonces había problemas en la carretera por las lluvias y demás y, dado que el tiempo nos apremiaba, tomaste la decisión de partir por otra ruta que conocías en tus recorridos de trabajo en la Cia. Ferreyros. A bordo del escarabajo azul ( Volkswagen)  superamos ríos como si nada. Siempre precavido, antes de cruzarlos, evaluabas la distancia, el fondo del mismo, el cruce de los otros autos, etc. Nada era dado a la aventura. Aún recuerdo a mi Pepe entonces pequeño, que decía “ala…estamos en un submarino, ¡debajo del río!”. Y en otra, ¿para cruzar una pista media fangosa? Te bajabas, medías con mirada escrutadora y palos gruesos que buscabas en el camino, colocabas piedras para las primeras huellas, y cuando nos cruzabas hacia la otra orilla, ¡Impecable! Cruzábamos limpio, de corrido, sin atascos, siguiendo firme a una huella imaginaria que habías planificado.  Una vez ya en la otra ribera, te bajabas satisfecho a mirar el trayecto realizado. Lo irónico fue que tras tuyo, al ver tu éxito, se lanzó un jeep sin más detalle que eso (un mejor carro, obviamente), y ¡zas! se quedaba medio hundido en medio del camino sin poder salir, ni arrancar. ¿Qué tal?

Y aquella otra, cuando nos plantamos en pleno “desierto”, saliendo de Tacna hacia Arequipa, donde supuestamente llegaríamos “de sobra” para la hora de almuerzo. En esa oportunidad, por más que levantábamos la mano buscando apoyo, ¡nadie lo hizo! Entonces, como siempre, guardando serenidad y en prueba una vez más de tu ingenio, empezabas a buscar alambres, cuerdas, ¡qué sé yo! Y una vez más, como era habitual, nos sacabas del apuro. Seguimos avanzando hasta que llegamos a una cumbre. Ahí…se plantó. No te quedó otra que bajar con motor apagado, (mientras yo me encomendaba a Dios), bajaste toda la curva con puño firme y mirada atenta hasta el final, un poco más y ahí… si se quedó para no arrancar más. Negrito, ¿qué “aventuras” no habremos pasado? Nuestros pequeños lo extrañaban. Solían preguntar, ¿cuándo corremos otra aventurita?

Y ¿qué puedo decir de tu corazón generoso y humanitario? Tenías una paciencia infinita sin importar el trabajo que representara para ayudar a otros, así sean personas o animalitos, como un pollito a quien, cuando se rompió la patita, le pusiste su patita “ortopédica” de madera; al pichón caído y abandonado por sus padres, le dabas en gotero el agua y con pinza su comida, grano por grano. Y suturabas una herida a nuestro gato, herido sabe Dios por quién. Compraste todos los materiales necesarios (previa consulta a un amigo cirujano, porque no encontrábamos veterinario por ningún lado) y con la ayuda de tus hijos como asistentes, lo hiciste de manera magistral. Y ¿aquella otra cuando curaste a Julita, mi prima a quien se le había incrustado en la uña (esos accidentes raros) parte de un fideo tallarín? O aquella otra cuando Miff, su propia mascota mordió a Pepe y le dejó con la piel colgando de la mejilla derecha? Dijiste “ si lo llevó a emergencia, es probable que lo suturen sin asco y va  a quedar marcado”. Y, una vez más, mismo cirujano, lo hiciste con una maestría y arte, digna de un experto, al punto que no quedó huella (muy ligera si lo observas con detenimiento) notoria. En fin. Si hago memoria de todo, la lista sería interminable.

Creo que ello explica el llanto sincero de muchos de los que fueron a darte la última despedida. Aquellos tenían algún recuerdo grato que agradecerte o anécdota simpática compartida. Imposible creer que habías partido, si hasta el último momento “sacabas pechito” de contento porque habías sido elegido dentro del grupo de candidatos, como “Profesor Extraordinario” habiéndote ya jubilado y sin haberlo solicitado siquiera. Te convocaron para que siguieras dictando cátedra en la universidad de tu larga trayectoria académica. Lo hiciste incluso contra la voluntad de la familia, porque queríamos ya que tomaras vacaciones atrasadas, descansaras y te relajaras de toda preocupación. Pero como amabas lo que hacías te entregaste por entero y te lanzaste al ruedo nuevamente.

Como suele hacerme reconocer mi amiga Yolanda García –gran amiga-, en realidad te digo “amor, no estás ausente. Te tengo “vivo” en cada expresión, gesto o actitud de mis pequeños, hoy convertidos en hombres adultos. Maravillosos hijos de los cuales siempre nos hemos sentido orgullosos. Son nuestro mejor tesoro. ¿Verdad que sí?”

Así te recordamos pá Lucho: padre y esposo ejemplar, hombre hidalgo, de pensamiento crítico, con espíritu de sacrificio por tu familia, tus sueños y esperanzas; guerrero indesmayable. No obstante tu partida sigues siendo un vivo ejemplo para nosotros, pervivirás por siempre en nuestros corazones, en nosotros y con nosotros..

 

 

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